25/5/2012
Libro:
Sobre lo nuevo. Ensayo sobre una economía culturalBoris Groys
El autor desamparado
Por Lola Long
Nos interesaba entender el cambio radical de paradigma que se ha producido desde el autor como mito hasta la idea de ‘la muerte del autor’. Y ya lo entendemos: definitivamente, lo que ha muerto es el mito del autor, pero no el autor. El autor es ahora diferente, está más cerca, es más humano; ha sido redefinido y, quizá, lo tiene más difícil todavía…
El libro Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural, de Boris Groys, nos parece imprescindible para todos aquellos que pretendan participar como autores, artistas, editores o agentes culturales en la nueva economía del llamado capitalismo cognitivo. Siempre es interesante leer opiniones distintas a la corriente habitual. Y dicha corriente es todavía posmoderna y vocifera a los cuatro vientos que «la posición del sujeto en el pensamiento se hace insostenible» y que el papel que desempeña el individuo se reduce sin remisión, una vez que la información prolifera y se difunde tan rápidamente.
«Podemos imaginarnos fácilmente una cultura en la que el discurso circularía sin ninguna necesidad de autor».
Lo dijo Foucault, y es que el autor es un asunto controvertido. También es un asunto interesado y, por supuesto, económico. Los derechos de autor son una fuente de ingresos sustanciosa para los intermediarios culturales, aunque no lo es tanto para la gran mayoría de los autores; además, la cultura se consume, como pares de zapatos o teléfonos móviles.
Así las cosas, la idea de Boris Groys es establecer una distinción entre economía cultural y economía de mercado, sin negar la existencia e importancia de ambas en relación a las obras culturales. En la economía cultural se distinguirían dos espacios: el espacio profano o realidad, definido como todo lo existente más allá de la cultura, y el archivo cultural, definido como aquello que la memoria cultural considera valioso y digno de preservarse y revalorizarse de generación en generación. Para Groys, la innovación consiste en una transmutación de los valores desde el espacio profano a la memoria cultural. Se produce una tensión entre diversos estratos de valor. Según él, la pregunta por el autor carece de respuesta si su obra se sitúa en relación a lo profano, porque lo profano es indeterminado, está simplemente ahí fuera. Sólo cuando se considera la obra en el contexto de un archivo cultural finito, tiene sentido considerar a su finito autor y sus estrategias: si practica una adaptación positiva o negativa a la tradición o una forma mixta, o si intenta poner en relación tradiciones diversas de un modo nuevo. El autor es, al mismo tiempo, agente de la tradición y de la innovación.
Todo intercambio innovador exige una decisión e incluye un riesgo ineludible: es el autor quien corre ese riesgo; también tiene lugar en una determinada situación, en la que el autor actúa como mediador. Si ese autor quiere proseguir una tradición cultural para ganarse sitio en ella, debe elegir su estrategia personal. Ningún autor puede tener una perspectiva completa ni puede controlar el correspondiente paso de la frontera entre lo valioso y lo profano. Toda estrategia cultural está inevitablemente amenazada: siempre es posible una interpretación más que cierre la frontera. Y el mismo autor sigue siendo siempre, a pesar de todos sus esfuerzos culturales, alguien bastante profano en sí mismo, quien, sólo en casos singulares y sólo limitadamente, consigue la inmortalidad histórica en el archivo de la cultura.
«Un autor está entregado a la lógica cultural y económica en el más absoluto desamparo».
Lo dice Groys. Por si no fuera suficiente, las corrientes filosóficas postmarxistas de la última mitad del siglo XX han socializado al autor y también matado al autor, no necesariamente por ese orden. Todo el mundo recuerda la frase de Foucault sobre la muerte del hombre como origen del pensamiento, la creatividad y la cultura. Para Heidegger, el que habla es el propio lenguaje, nunca un hablante concreto, porque el lenguaje no le pertenece. El estrucutralismo clásico supuso que el lenguaje es infinito y no puede ser descrito por una determinada semántica finita. Tampoco aquello que el hablante tiene por sus propios pensamientos y opiniones son, según la teoría posmoderna, propiedad personal suya. Atendiendo a la crítica posmoderna, la individualidad soberana de la filosofía clásica no sólo no encuentra ninguna justificación teórica, sino que tampoco despierta simpatía moral alguna -las utopías sociales radicales de los movimientos de masas ya se encargaron de dejar su impronta. La filosofía crítica quita a la razón, al espíritu y a la idea el status de valor de lo infinito, devaluándolos, y se lo concede al cuerpo, al deseo y al texto, revalorizándolos. En su lucha contra la autoría, que entiende como autoridad, el criticismo postestructuralista consuma una especie de socialización del lenguaje, del texto y del cuerpo. Expropia la propiedad privada de quien habla o escribe individual o singularmente.
Ahora nos parece ingenua y ridícula cualquier pretensión individual o social a la verdad. Pero necesitamos resucitar al hombre y defender al autor, no como dictador, no como mito, sino como individuo frágil e imprescindible. Curiosamente, como la filosofía se había hecho tan ligüística, aunque el arte se vio afectado por ello y sufrió su propio giro textual en los 60, han sido los escritores los más afectados por el cambio de paradigma. El autor-artista ha conseguido no fragmentarse tanto como el autor-escritor; o, al menos, se ha fragmentado porque a él le ha dado la gana… La foto que ilustra este post muestra a un enmascarado que resulta ser uno de los artistas más importantes de nuestra época, en mi humilde opinión; se hace llamar Banksy, es un transmutador de valores supremo, y ha hecho una obra de arte del desamparo: publica su obra en los muros de las ciudades, como si fuera un grafitero cualquiera y opina, descaradamente, que «el copyright es para perdedores».