Pensar la modernidad y el funcionalismo
Katherine McCoy
Cuando pienso en las tendencias que inspiran mis diseños, pienso en ideas sobre el lenguaje y la forma. Ideas sobre la codificación y la lectura de la forma visual, sobre provocar al espectador para que construya interpretaciones individuales, sobre capas de formas y capas de significados. Esto está en la vanguardia de mi mente; pero debajo subyacen cuestiones profundas y antiguas que me retrotraen a mis primeros días en el diseño. Quizá es lo que podríamos llamar una filosofía o una ética, un conjunto de valores personales y de criterios, un hilo que flota a lo largo de una vida de dedicación profesional y que sostiene su rigor y su continuidad en los ciclos de cambio.

La época de mi licenciatura en diseño industrial fue muy idealista. El énfasis en la resolución de problemas y en ‘la forma sigue a la función’ todavía resuenan en mi posicionamiento personal sobre las oportunidades y problemas cotidianos. Cuando estaba en la universidad abracé con entusiasmo el racionalismo de la colección permanente de Diseño del Museo de Arte Moderno, abandonando el intuitivo y ambiguo territorio de las bellas artes. Esta ética del modernismo americano del medio oeste tuvo sus raíces en la Bauhaus y nuestro grupo de estudiantes ganó un profundo entendimiento de su aplicación por la Escuela de Ulm, en Alemania. A esto le añadíamos una reverencia por las aportaciones de George Nelson, Marshall McLuhan y Buckminster Fuller. De alguna manera sigo apreciando los fundamentos, los pilares que me aportaron aquellos años de aprendizaje en diseño industrial. Por aquel entonces, a mediados de los 60, ni la mejor educación en diseño gráfico en América habría ido más lejos que el método intuitivo de conceptualizar soluciones de diseño y de emular a los maestros de entonces.
Aquella fe en el racionalismo funcionalista (y no precisamente un cuidado portfolio) me ayudó a encontrar mi primer trabajo en Unimark Internacional, por aquel entonces el misionero en América del Modernismo europeo, heredero gráfico de la Bauhaus. Allí tuve la oportunidad de aprender diseño gráfico de suizos auténticos y de que mi trabajo de principiante accediera a las críticas de Máximo Vignelli, el más misionero de todos, el maestro de la Helvética y de la retícula. Nuestra ética entonces implicaba disciplina, claridad y limpieza. Lo máximo que se podía decir de una pieza de diseño gráfico era ‘esto es muy limpio’. Nos encontramos barriendo el desorden y la confusión del diseño publicitario americano con objetividad y racionalidad, conceptos que definirían un nuevo diseño en América. Este posicionamiento era bastante ajeno para los clientes americanos en 1968 y nos resultaba realmente difícil convencer a los clientes corporativos que una página ordenada con retícula, con sólo 2 pesos de Helvética, era apropiada para sus necesidades. Ahora, por supuesto, casi no se les puede convencer de que renuncien a su cariño por la Swiss, tanto ha llegado el mundo corporativo a alinearse con el Modernismo en diseño gráfico…
Pero, tras unos años luchando por diseñar lo más limpio y puro posible, empleando un vocabulario tipográfico minimalista, páginas en religiosa estructura de retícula y cambios de escala para contrastar el interés visual, llegué a considerar este deseo por la limpieza como algo similar al ‘orden en casa’. Algunos de nosotros, sobre todo diseñadores gráficos del método suizo, empezamos a buscar un diseño más expresivo, en paralelo con un movimiento similar en arquitectura conocido ahora como Posmodernismo. Lo que se llegó a conocer después como ‘Nueva Ola’, a falta de un término mejor, emergió en los años 70 como una nueva forma de operar en diseño gráfico. Incluía un nuevo permiso para incluir elementos historicistas o vernáculos, algo totalmente prohibido por el Modernismo. Entonces, a mediados de los años 80, en Cranbrook, encontramos un nuevo interés por el lenguaje verbal del diseño gráfico y por las bellas artes. El texto puede ser animado con voces y las imágenes pueden ser leídas, tanto como vistas, con un énfasis en la interpretación de la audiencia y su participación en la construcción de significado. Pero ahora, como los ciclos de cambio continúan, el Modernismo vuelve a renacer de alguna manera, un minimalismo renovado que está calmando el estallido visual de los últimos 50 años.
A través de todos estos años de cambio continuo y actividad, ¿dónde queda la ética? La idea de ética, ¿no implica algún tipo de roca inquebrantable contra los vientos de cambio? Para mi siempre tiene que haber un hábito de funcionalismo que da forma a mi proceso cuando empiezo un proyecto de diseño, un análisis racional del mensaje y de la audiencia, un objetivo para estructurar el texto. Cada ciclo de cambio en los años pasados parece haber añadido otra capa visual o conceptual más sobre las bases del funcionalismo, pero éste permanece siempre dentro de cada proyecto. A pesar de que este énfasis en el racionalismo parezca extraño al tipo de experimentación que hemos llevado a cabo recientemente en Cranbrook, de hecho es lo que ha provocado el cuestionamiento de las normas establecidas en el diseño gráfico, lo que ha estimulado la búsqueda de nuevas teorías de la comunicación y nuevos lenguajes visuales. Nunca he perdido mi fe en el funcionalismo racionalista a pesar de que parezca lo contrario. Lo que perdí fue una dedicación absoluta a la forma minimalista, lo que es una cuestión diferente del proceso racionalista.
Parte de esta ética es un convencimiento y un entusiasmo de que el diseño es importante y que tiene importancia en la vida, no sólo en la mía, pero en las vidas de nuestras audiencias y usuarios de las comunicaciones diseñadas. El diseño gráfico se puede entender como una contribución a nuestras audiencias. Puede enriquecerlas porque informa y comunica. Y tengo fe no sólo en las posibilidades sino en la necesidad de avance y crecimiento de nuestra disciplina, imperiosamente. Sólo a través del cambio podemos continuar empujando nuestro conocimiento y habilidades, teoría y expresión, construyendo continuamente el conocimiento colectivo del proceso de comunicación. Tales convicciones nacieron al principio y todavía me inspiran.
En mayo de 2015, Sundar Pichai, CEO de Google, anunció que habían conseguido reducir al 8% los errores en reconocimiento de voz (hace dos años estaban en el 23%) y, apenas 6 meses después de adquirir la startup DNN Research, Google informó oficialmente de mejoras significativas en reconocimiento de imagen. Durante los últimos 15 años, su buscador de imágenes ha dependido de los nombres o etiquetas que los usuarios ponían o de otros textos a su alrededor, lo cual dejaba muchas imáganes no etiquetadas o aisladas, sin nombre ni contexto. La situación era que
«un niño de chupete podía identificar mejor lo que está representado en una foto que los mejores algoritmos, en los ordenadores más potentes».
Pero, en 2012, el Profesor Geoffrey Hinton de la Universidad de Toronto, y su equipo, desarrollaron un sistema basado en redes neurales, que ganó el concurso Image Net sobre visión de computadora. Esto llamó la atención de Google, que decidió adquirir la startup fundada por el equipo de Toronto para desarrollar sus ideas: DNN Research. En apenas seis meses, la investigación académica ya había sido puesta en práctica en la red semántica del buscador, conocida como Knowledge Graph. Dicen que el modelo funciona mejor de lo esperado, y que los computadores ya están más cerca de ver el mundo como lo vemos las personas… (sic)
Google también ha adquirido DeepMind, una startup fundada en Londres, dedicada a la Inteligencia Artificial que, en 2015, anunció que le había enseñado a un ordenador a aprender a jugar a varios videojuegos sencillos. Jugar a un videojuego, incluso al mítico Pong de los 70, requiere unas habilidades cognitivas sofisticadas en cuanto a percepción, conocimiento y predicciones. Hace apenas 12 años, no había algoritmos capaces de jugar, pero ahora, hay códigos (todavía programados por humanos) instalados de serie en la mayoría de videojuegos. Sin embargo, el equipo de DeepMind quiso programar su algoritmo con aprendizaje de segundo orden, es decir, para aprender a aprender. Su algoritmo o red neural profunda empezó en el juego sin éxito, ni habilidad, ni estrategia, pero consiguió ensamblar su propio código a medida que avanzaba, mientras era premiado por mejorar. Tras cientos de partidas sin supervisión, la red neural pudo jugar tan bien como los humanos y, a veces, incluso mejor.
Katherine McCoy es diseñadora gráfica.